viernes, 23 de octubre de 2009

El pavo real y la gallina

No había en la estancia otro animal con un ego como el suyo. Todas las mañanas desfilaba por el predio con el cuello bien erguido y la cola desplegada. No dejaba esquina sin recorrer, a excepción de los días de lluvia que se guardaba debajo de su jaula exclusiva y no asomaba ni una pluma.
Era el único pavo real de la granja, centro de atención de todo aquel que visitara el lugar. Sus dueños veneraban su belleza; la cola medía más de un metro y medio, era verde con toques de azul y dorado, y al sol brillaba resaltando aún más todos estos colores.
Los caballos lo ignoraban. Decían que era el único allí que no tenía ningún talento, ya que no aportaba nada a la productividad: ni huevos ni leche ni transporte. Era tan inútil como un souvenir. En cambio las gallinas se revolucionaban a su paso; todas pegaban el pico al alambrado cuando él se acercaba, pero había una que se hacía la indiferente.
Ella no bajaba de su estante, permanecía inmóvil con su mirada fija en cualquier otro punto sin emitir sonido. Era algo regordeta pero tenía una actitud implacable. Todo el gallinero la respetaba y era de las que solían poner orden. Estaba en su mejor momento, en la plenitud de su edad y fertilidad.
Una mañana, durante la ronda habitual, el pavo comenzó a realizar el desfile pero con la cola cerrada. Se detuvo frente a la jaula de las gallinas y allí la desplegó con todo su esplendor e inutilidad. Las gallinas quedaron impactadas y dieron un paso hacia atrás. La indiferente alzó la cabeza, notó que el pavo la miraba fijo y decidió no ceder su mirada tampoco. Así permanecieron, tensos y enfrentados, orgullosos y pasionales por quince segundos. Ella giró la cabeza, cuidando de no agacharla, y supo que era demasiado orgullosa para enamorarse de un pavo real.

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