viernes, 28 de mayo de 2010

Éxodo

Desde que Esther decidió dejarlo, la casa parecía deshabitada. Las flores del macetón estaban secas, las hojas del árbol de adelante habían tapado la canaleta, y la última lluvia esperaba inútilmente ser absorbida por la tierra del jardín convertido en pantano.
Adentro, el olor a humedad golpeaba en la cara al que entrara. Una pila de ropa sin doblar amenazaba al gato que se paseaba arriba de la mesa, olfateando los restos de comida de la cena del día anterior. Los ácaros daban un festín en la alfombra del living y en la cortina marrón, mojada por lo que se había filtrado de la lluvia. Él leía el diario y Esther miraba la tele, demostrando, sin esfuerzo, que hay muchas maneras de abandonar a un hombre.

Perversa inocencia

Le levantó la pollera de florcitas y le estiró las piernas hasta dejárselas completamente abiertas. Con violencia, la arrojó por la escalera; en el otro extremo la recibió Daiana. Notó que conservaba la sonrisa, aunque se había manchado la cara, tenía el pelo revuelto y, como era de esperar, había perdido la pierna izquierda en la caída. Daiana que, a pesar de sus siete años, conocía mucho de actitudes, sabía que los celos de su hermano eran producto de la preferencia de sus padres por ella. Recogió la muñeca tuerta y le colocó la pierna que había quedado suspendida en el sexto escalón. Los hombres, incluso a esa edad, tienen mecanismos de defensa muy extraños.

jueves, 27 de mayo de 2010

Vulgar desconcentración

Había quedado instalado entre el segundo y el tercer molar. Siempre se atascaban ahí, pensó Matías. Con la punta de la lengua comenzó a hacer presión, aquella fibra de carne parecía más resistente de lo que había imaginado. Su jefe le hablaba y Jackeline, la gerenta, asentía todo lo que decía. Estaba rodeado y era imposible meterse el dedo en la boca para quitarlo con la uña. Pensó en ir al baño pero significaba demasiado esfuerzo. Era sólo un trozo de carne. Si empujo un poco más lo saco, resolvió. Le empezó a doler la punta de lengua, por lo que, cambió de entrada; el hueco que se abría desde el lado que daba a la mejilla quizá funcionaría. Fue inútil, no lo logró. Tomó agua e hizo una especie de buche flojo mirando hacía abajo, pero tampoco así pudo extraelo. Su jefe ahora les pedía una opinión sobre lo expuesto; comenzó a hablar, pero cada vez  que se detenía en una pausa, la lengua, insistente corría tras aquel pedazo que, a estas alturas, lo estaba enfermando. El mozo se acercó con la ensalada de fruta. Un momento de distención, consideró Matías. Ahora hablaba Jackeline, llevaba un ritmo armonioso y movía las manos con gestos delicados. Se acordó de un artículo que decía que la gente que mueve las manos al hablar tiene problemas para expresarse. Se preguntó si él movería mucho las manos al hablar; nunca se había fijado. Eso no le molestaba de la gente; le parecía una manera de acaparar más atención, sobre todo cuando lo hacían las mujeres. Dudó, ¿más atención en el discurso o en ella misma? Terminó la ensalada de fruta y la alejó hacia el centro de la mesa. Volvió tras el trocito; ya no estaba. De inmediato recordó, la manzana te limpia los dientes. Qué genia la manzana, pensó.