viernes, 9 de julio de 2010

Cena de amigos

Había comprado en el supermercado una botella de merlot, que bien maridaría con la carne, aunque prefería los vinos blancos. Pero como Joan era conocedor, no quise disgustarlo ni darle pie a pensar que ignoraba las leyes que rigen el mundo de los que saben tomar. Cuando llegué a casa, Sabrina había acabado de bañarse y salía del baño con una toalla en la cabeza y una nube de vapor perfumada que llegaba hasta a la cocina. Tuve intenciones de entrar en el cuarto, antes de que se vistiera, y arrojarla en la cama, pero todavía tenía que bañarme y el hecho de llegar tarde a la cena la incomodaría. A pesar de nuestros diez años de matrimonio siempre encontrábamos momentos, fuera de los cotidianos y esperados, que nos hacían salir de la rutina y reforzaban nuestra intimidad; el que yo hubiera ido a buscarla para arrojarla en la cama, habría sido uno de ellos.  Tomé una ducha rápida y me vestí. Frente al espejo puede notar algunas canas que comenzaban a aparecer, eran pocas, y por un segundo consideré buscar la pincita que Sabrina usaba para depilarse las cejas y comenzar a sacarlas una a una; no por querer ocultarlas, sino porque podría haber resultado un ejercicio divertido. No tenía miedo a envejecer; hacía unos años habíamos decidido con Sabrina no tener hijos, así que cada momento era nuestro, no me privaba de nada ni de nada estaba arrepentido, no necesitaba vivir más aventuras para sentirme pleno. Esto último es lo que creo que hace a la gente temer la pérdida de la juventud.
 Salí del baño preparado para partir. Sabrina lucía un vestido negro, de una tela muy liviana, que le llegaba hasta la mitad de las rodillas. Un lazo, a la altura de la cintura, caía en dos puntas sobre su ombligo y un collar dorado oscuro, como ocre, resaltaba los aros pequeños del mismo color. Llevaba el pelo recogido y un mechón suelto, que caía por detrás de la nuca, y que no se sabía si estaba allí de manera intencional o sólo por rebeldía. Calzaba unas sandalias bajas color marrón claro y había escogido un saco de hilo blanco por si la noche de verano se presentaba más fría de lo habitual. Me miró con una sonrisa que dejaba ver sus dientes y se acercó a quitarme unas pelusas diminutas que se habían adherido a mi saco de gamuza, luego pasó sus manos por las solapas, las agarró y me atrajo hacia ella, para darme un beso y anunciarme que estábamos listos para partir.
 Llegamos al departamento ubicado sobre avenida Libertador y llamamos por el portero; Clara avisó que bajaba. Cuando por fin la tuvimos enfrente, noté que había perdido peso, aunque no en un sentido poco saludable, sino que este cambio la favorecía. Joan y Clara eran nuestros más íntimos amigos. Joan y yo, compartimos un departamento durante dos años, mientras cursábamos nuestros estudios universitarios. Antes de recibirnos, Joan conoció a Clara y a los ocho meses se casaron; tuvieron un hijo, ahora adolescente. Eran una pareja bastante funcional. Clara vivía para Joan y su única actividad, no por desmerecerla, era atenderlo, aunque él bien se ocupaba de que a ella nunca le faltara nada para ser feliz. Entramos, él dejó su copa para venir a recibirnos y nos invitó a pasar al living. Por cuestiones de trabajo, hacía ya tres meses que no nos veíamos, pero siempre nos llamábamos. Sobre la mesa ratona, ubicada frente al televisor encendido, había unos platitos con pistachos, aceitunas negras, papas fritas (de las importadas que tanto le gustan a Sabrina), vermouth y whisky. Era una mesa bastante generosa, hacía mucho no comía pistachos y me alegró verlos allí. Por la televisión daban un partido de tenis que recién comenzaba. Nos sentamos, cada tanto, Clara se levantaba para ir a controlar lo que había dejado en el horno.
-Desde las fiestas que no nos vemos -dijo Joan- ¿Cómo va todo?
 Le conté del trabajo y del nuevo proyecto que había surgido, de la fusión con otra empresa. No estaba de acuerdo. Era de imaginarse, él siempre había popularizado su discurso de “nada como lo propio” y lo argumentaba diciendo que lo fundamental era la independencia, que cuando ya tenías a otro sobre la espalda, las cosas no volvían a ser iguales. Y que de a poquito estos grupos empresariales te iban corriendo, empujando, hasta dejarte en la calle. Me disgustaban un poco sus opiniones radicales, pero tiempo atrás había aprendido a aceptarlo. Sabrina les contó del curso de paisajismo y Clara le pidió detalles, una amiga de ella estaba interesada en mejorar el jardín de la casa en Pilar. Joan destacó que estaban pensando en hacer una remodelación en el balcón. Señaló aquel hermoso jardín con piso de cemento, iluminado por unos foquitos que aparecían escondidos entre las colitas de zorro y las flores, y agregó que sería bueno contar con ella para la refacción.
 Clara retiró los platitos de la picada y nos indicó que pasáramos a la mesa. Lamenté no haber comido más pistachos, pero lo olvidé en cuanto trajo a cambio una atractiva fuente de carne mechada con panceta y ciruelas (y para acompañarla), batatas al horno y ensalada de berro. Sirvió a cada uno una porción abundante y para ella, una más reducida; era evidente que se estaba cuidando. Dejamos los vasos con los aperitivos y abrimos el vino; Joan comentó que el merlot había sido una elección muy acertada, eso me alegró y le dije que todo mérito se debía a mi falta de experiencia, aunque el vino estaba realmente bueno. Luego propuso un brindis por la amistad, el paso de los años y la buena comida; alzamos las cuatro copas y las chocamos. Miré los ojos de Sabrina; le otorgaba mucha importancia al acto de brindar, con la solemnidad de quien canta un himno, en ese momento, dejaba todo y se abandonaba entera al hecho en cuestión.
 Nos sentamos y ella preguntó cómo estaba Martín, el hijo de Clara y Joan. Clara comentó que bien, había ido a pasar el fin de semana a la quinta de unos amigos y que la nueva pasantía le estaba abriendo importantes puertas laborales. Está altísimo, agregó.
-¿Y ustedes, para cuándo el bebé? -comentó Joan.
 Me desconcertó, esa era una de las decisiones de pareja que se sobreentiende que las amistades conocen y sobre las cuales no se pregunta.
-Ya estamos viejos para eso - respondió Sabrina.
 Todos rieron y tomé la situación como una broma para incomodar por parte de él. Continuamos hablando de un viaje que nos teníamos prometido desde hacía unos cinco años. Cada vez que sacábamos el tema, cambiábamos el destino; a esta altura, ya habíamos paseado mentalmente por Madrid, Venecia, Roma y Viena, hoy era el turno de Mónaco, habíamos recibido muy buenas referencias.
 Caducado el tema, Clara le preguntó a Joan si nos había contado de Jorge. Él respondió que no. Sabrina preguntó qué había pasado. Jorge era un amigo en común que también conocíamos desde los veintitantos.
-Se fue con otra -respondió Joan.
-¿Cómo? -indagó Sabrina.
 Joan me miró y pasó a la explicación. Ciertamente Jorge y María llevaban diecisiete años de casados, vivían a unos cuarenta minutos de nuestra ciudad y eso hacía que nos viéramos poco. Tenían un buen matrimonio y dos hijas.
-Se aburrió de María. Dice que la quiere, pero conoció a una alumna.
-De veinticinco -agregó Clara.
-De veinticinco -continuó Joan– y parece que se enamoró. Dice que la piba es inteligente y que tiene un departamento; está viviendo allá. Trató de volver con María, pero ella lo echó, le inició juicio.
 No lo podía creer, sobre todo porque Jorge era un buen tipo, amaba a sus hijas y siempre se lo vio feliz al lado de María. Le comenté esto a Joan, quien continúo dando su visión:
-Pasa que uno se cansa, ojo, no digo que no se pueda tener un buen matrimonio, nosotros lo tenemos -y nos señaló en forma circular-, pero hay que saber cuidarlo, atenderlo, dedicarse; qué sé yo, es lo que me parece, andá a saber qué pasaba ahí adentro.
 Clara sirvió más vino. La miré a Sabrina, estaba como descolocada y tenía la nariz un poco roja, no pude determinar si por la bebida o por la noticia. Joan prosiguió:
-Hay que buscar cosas nuevas, que enciendan la pasión; un viaje, una escapada, una experiencia.
Sabrina opinó que eso era verdad, uno se acostumbra al otro y si no encuentra en casa lo que necesita sale a buscarlo afuera. Clara intervino:
-Conocimos un matrimonio en el último viaje a Montevideo, practican eso del intercambio de parejas y dicen que se redescubrieron, que volvieron a encontrar el goce que había perdido.
Joan me sirvió y se sirvió más vino. Clara continuó con la pareja del viaje.
-Nos dijeron que se habían contactado, por internet, con grupos que lo hacían de forma habitual y ahí les aconsejaron que era mejor buscar a otra pareja conocida para empezar, podían ser amigos o gente con la que se tuviera un vínculo, por ejemplo, laboral. Pero lo importante era no forzar a nadie, los cuatro tenían que estar dispuestos.
 Mientras Clara hablaba, Joan se levantó y fue por otra botella de vino, puso su mano sobre la de Sabrina y le preguntó si le servía, ella le sonrió y le dijo que sí con la cabeza. Empecé a ver cosas que nunca habían sucedido en nuestros encuentros o que, al menos, nunca había advertido. Clara hablaba y se despeinaba, lentamente, es decir, hacía que se peinaba, pero en realidad se alborotaba el pelo.
-¿Conocen a alguna pareja que también lo haga? -nos preguntó Joan.
-Una compañera de trabajo -respondió Sabrina– y también está bastante conforme -rió.
Clara se quitó el sweater y levantó los platos, cuando llegó a mí, la sentí rozarme; involuntariamente me sofoqué. Me levanté y pedí permiso para ir al baño. Cuando regresé a la mesa, sólo estaban allí Sabrina y Joan y él le hablaba despacio, pausado. Clara estaba en la cocina. Me senté, rieron y dejaron de hablar. Joan festejó un tanto del partido de tenis que aun seguía disputándose en la pantalla de la tv. Clara llegó con el café.
-¿Y, se imaginan participar de algo así? -preguntó Joan.
 Yo permanecí en silencio con la mirada clavada en una maseta color ladrillo con helecho.
-Habría que probarlo, es como todo, si no se lo prueba, no se puede juzgar -respondió Sabrina, para mi gran sorpresa.
 Los tres me miraron esperando una reacción. Me vi, en una ráfaga, acostado con Clara y lo vi a Joan lamiendo el cuello de Sabrina, me causó repugnancia y pensé en levantarme de la mesa y dar por cerrada la reunión, pero no podía tirarme atrás viendo que mi esposa había dejado abierta la chance; quise ver hasta dónde llegaba todo esto.
-Podría funcionar -respondí.
-Nosotros lo hablamos y estaríamos dispuestos. Puede incluso resultar divertido -agregó Joan.
 Sabrina me agarró la mano. Quise soltársela pero no me atreví. Era evidente que ella no compartía mis sentimientos sobre esos encuentros casuales que renovaban nuestra intimidad, era evidente que el poder incorporar nuevos elementos a la rutina la excitaba. Me tomó la mano y respondió que deberíamos hablarlo en pareja, pero prometió por los dos, aunque más por ella, que lo pensaríamos.
 Riendo, me puse de pie. Comenté que estaba bastante cansado; había sido un viernes complicado y no mencioné cuán complicado sería dormirme, después de tamaña propuesta, en la que mi mujer estaba interesada. Sabrina se puso de pie, imitando mi gesto, y comenzamos a saludar. Le di un beso a Joan y unas palmadas en la espalda y seguí con Clara, a la que besé, frío, en la mejilla y le dejé mis saludos para Martín.  Me dio la sensación de que Joan había besado a Sabrina en el cuello, qué pasaba con su cuello.
 Subí al auto con mil comentarios para hacerle a Sabrina, pero ambos optamos por el silencio, no un silencio de discordia sino de pudor. El de ella por haber accedido, el mío por haber resultado tan conservador. Por el momento, no conoceríamos Mónaco.

3 comentarios: