sábado, 26 de junio de 2010

Historia del arte de la fuga (de Eduardo Galeano)

Más de los que saben..

Vea, Primero.
—Diga, Segunda.
Ella le alcanzó los prismáticos. Desde lo alto del mirador, el señor del Tucumán divisó un insecto chueco que parecía perdido en la vasta tierra roja. El insecto crecía, y los prismáticos no tardaron en revelar a un hombrecito que venía malandando malandanzas.
Y entonces don Primero descubrió que su hija Dolores estaba
parada allá abajo, en medio del llano, esperando al malandante.
Cantalicio Galante había llegado, caminando en falsa escuadra, desde la sierra azul. No se sacó el sombrero de la cabeza, ni tiró el cigarrillo apagado que le colgaba de los labios. Dolores lo miraba a la cara. Él no, porque ella era tan linda que si la miraba le dolían los ojos. Cantalicio miraba al suelo, las pestañas tiesas, pero la mirada se le escapaba y se le iba a lo largo de esa sombra de mujer, y llegaba a los tobillos, y queriendo mirar subía hacia las piernas que la brisa adivinaba bajo la pollera de lino.
Ni con palabras se tocaron.
Se reía de furia don Primero, y golpeándose la cabeza tronaba amenazas contra ese mocito atrevido, pedazo de inútil, teta de hombre; pero no lo mató. La ley lo autorizaba, la ley por él dictada; pero no lo mató. Le exigió tres tareas.
Don Primero mandó rellenar una almohada con plumas de sapos.
Cantalicio, sentado murmuraba:
—Sapo con plumas, nunca se vio.
Pero Dolores se marchó a la laguna donde vivían los cincuenta sapos que se habían venido desde el muy lejano río Parapetí.
En aquel río, un sapo había desafiado al avestruz a correr una carrera. Al cabo de unas cuantas zancadas, el avestruz perdió de vista a su rival. Lo buscó, mirando hacia atrás; y el sapo apareció brincando muy adelante. Y así ocurrió cincuenta veces, a lo largo de esa carrera de nunca acabar: el avestruz buscaba al sapo rezagado, y siempre lo encontraba adelantado. Hasta que por fin el avestruz, exhausto, pagó su derrota desnudándose y entregando todas sus plumas. Y los cincuenta vencedores, que se habían ido sucediendo en el camino, se quedaron a vivir en esta laguna donde acudió Dolores. Ella contó sus penas de amor y los sapos le regalaron su trofeo.
Cantalicio entregó la almohada que había rellenado, según la orden, con las plumas de los sapos. Entonces don Primero exigió un botellón de lágrimas de pájaros.
Y murmuró Cantalicio, cara al suelo:
—Pájaro que llore, nunca se vio.
Sentada a su lado, cara al cielo, Dolores andaba en las nubes. Por los prados del cielo galopaban caballos con pelo de mujer y cola de serpientes; por la mar de allá arriba navegaban navíos de velas y banderas.
De pronto, Dolores se levantó de un salto y señaló una nube que volaba, lenta, con las alas desplegadas.
Cuando la nube lloró lluvia, ella llenó el botellón.
Cantalicio frotaba una espada con un trapo. Era la prueba final. Había mandado don Primero que a medianoche la espada quedara sin mancha; pero la mancha de sangre volvía. Cada vez que el trapo la limpiaba, la hoja de acero transpiraba sangre.
—Con esa espada te matará —adivinó Dolores, y antes de la medianoche se fugaron los dos. Ella cavó siete agujeritos en el piso de su dormitorio y en cada uno dejó caer una gota de saliva; y al partir se llevó una tijera, un puñado de cenizas, un puñado de sal, un peine y un espejo.
Siete veces preguntó don Primero:
—¿Estás ahí?
Y siete veces la saliva respondió:
—Aquí estoy.
A la octava vez, el padre volteó la puerta.
Montado en la chancha negra, los persiguió.
La chancha voló sin desvíos; y los fugitivos la vieron venir, tromba y trueno, a la luz de la luna que los delataba. Entonces Dolores arrojó la tijera, que cayó de punta en el camino. Donde la tijera cayó, se alzó una pared de montañas cortadas a pico.
El trueno de la cacería los despertó al amanecer. Cuando la chancha emergió de la montaña a todo galope, Dolores echó al aire el puñado de cenizas y el nuevo día fue enmascarado por la cerrazón. Al amparo de la cortina de niebla, se escabulleron.
Dolores corría, arrastrando a su chueco amor; pero cada dos por tres Cantalicio tropezaba y se dejaba caer entre los pastos, queriendo besar y fumar y dormirse una siestita bajo el sombrero. Y nuevamente escucharon el bramido. La chancha y su jinete, rugiente remolino, cargaban ciegos al bulto cuando Dolores tiró el puñado de sal y un diluvio de granizo paró la embestida.
Venía a los tumbos Cantalicio. Maltrecho, jadeante, ya no daba más. Ya el intrépido galán estaba dispuesto a devolver a don Primero su más preciada propiedad, y ensayaba mentalmente un discurso que invocaba la reconciliación nacional y echaba al vuelo las palomas de la paz y arrancaba lágrimas a las piedras; pero Dolores lo alzaba, lo sacudía, lo empujaba y proclamaba que más vale morir juntos que sobrevivir mitades.
Cuando la chancha volvió al ataque, imparable bala de cañón, Dolores lanzó el peine. Una selva de ramas brotó en un santiamén y atravesó el mundo de horizonte a horizonte.
Largo tiempo estuvo la chancha almorzando aquel tupido matorral. Cuando se hubo comido la última ramita, se disparó nuevamente, chillando de sed, con el viento zumbando bajo la panza y don Primero prendido al lomo. Entonces Dolores arrojó el espejo y en el mundo se abrió un lago grande como mar.
En vano don Primero hundió las espuelas, escupiendo maldiciones. La chancha se había dado a la bebida y ya no tenía ningún interés en el castigo de los delincuentes, que se perdieron de vista.
Doña Eva, la madre de Cantalicio, no se sorprendió de que Dolores se hubiera venido tras él desde tan lejos. Ella bien sabía que no había en el mundo mujer digna de ese tesoro; y para confirmarlo dejó una escoba caída en el zaguán.
Pero Dolores no sólo no pasó por encima de la escoba, sino que la empuñó y barrió la casa. Y no sólo barrió la casa: también barrió el vecindario y el pueblo entero y el pueblo vecino y toda la región.
EI cura los casó. Hubo fiesta, beberaje y comilona, y ofrendas de miel y vino y emulsión de Scott.
Y si el pueblo hubiera tenido diario, el diario hubiera informado que tras un placentero noviazgo, Dolores Primero y Cantalicio Galante han formado feliz pareja, uniendo para siempre sus jóvenes vidas en solemne ceremonia que selló sus destinos ante el Todopoderoso, hasta que la muerte los separe.
AI día siguiente, Cantalicio armó un barquito con una servilleta de papel y se dejó ir.
Dolores lo atrapó justo cuando él huía navegando por la acequia, rumbo al río.

No hay comentarios:

Publicar un comentario